En la primera parte dedicada a la guerra de las Comunidades habíamos dejado a toda Castilla levantada en armas desde junio de 1520. Los sublevados, conocidos como comuneros, habían depuesto a las autoridades y habían reducido al mínimo el poder real.
Burgos, tras un primer momento de duda, se había sumado a la revuelta y cuando la dejamos, en la primera parte, estaba en plena ebullición revolucionaria con la gente echada a la calle y la ciudad en llamas. Pero esta unidad en la lucha era solo un espejismo. Los combatientes representaban a las clases medias, al llamado tercer estado, no al grueso de la población. Y dentro de ellas había una notable diferencia de intereses entre los habitantes del centro y los de la periferia de Castilla. Por esta razón los comuneros no presentaron un frente unido y mientras algunas poblaciones se unieron desde el principio permaneciendo fieles hasta el final, otras, como Burgos, se separaron pronto o se negaron a adherirse.Y esta desunión resultó fatal porque sin un ejército poderoso, las deserciones en sus filas hicieron fuertes a las huestes realistas que terminaron por aplastar la revolución.